La delicada situación económica y la persecución de los liberales generó un gran descontento que fue capitalizado por el coronel Riego.

La situación política y económica de España a raíz de la restauración del absolutismo por parte de Fernando VII empeoró por las guerras de emancipación americana, que hundieron a la ya maltrecha Hacienda, sin que salieran adelante los intentos de reforma de la misma por parte de Martin y Garay. Los ministros duraban muy poco en el cargo, dominando la política realmente una camarilla alrededor de un monarca voluble. Los escándalos se sucedían, como el de la compra de once barcos rusos en 1817 para enviar a Rusia y que, abandonados en Cádiz, resultaron inservibles. La situación de la Monarquía absoluta se encontraba en un verdadero callejón sin salida.

En este contexto, los liberales iniciaron una larga serie de pronunciamientos, eran conscientes de que su debilidad se debía a la falta de apoyo popular, por lo que vieron en los militares la única salida para tomar el poder. Durante el Sexenio Absolutista llegó a haber hasta ocho pronunciamientos, pero solamente el de enero de 1820 tuvo éxito. Efectivamente, el 1 de enero de dicho año se sublevó el ejército acantonado en Las Cabezas de San Juan (Sevilla), dirigido por el teniente coronel Rafael del Riego, que debía marchar a América. Aunque al principio Riego no consiguió apoyos y parecía que su pronunciamiento iba a ser otro fracaso, la revolución se extendió por diversas ciudades andaluzas y del resto de España, por lo que Fernando VII se vio obligado a jurar la Constitución de 1812 el 7 de marzo.

El rey formó un Gobierno con destacados liberales, como Agustín Argüelles como ministro de la Gobernación o José Canga Argüelles en Hacienda. Las medidas que se adoptaron iban encaminadas a construir un sistema de libertades políticas: libertad de presos políticos, supresión de la Inquisición, vuelta a sus cargos a las autoridades constitucionales en ayuntamientos y diputaciones provinciales, convocatoria de elecciones a Cortes y creación de la Milicia Nacional.

Los liberales pretendían establecer profundas reformas políticas y económicas, según el modelo de la Constitución de 1812. En esta época hubo un apogeo de la prensa y de las sociedades patrióticas, especie de clubes abiertos en los que se debatían de cuestiones políticas, económicas y sociales, con ciertas vinculaciones con la Masonería. Pero este ímpetu liberal se encontró con dos grandes enemigos: las potencias absolutistas europeas, que no estaban dispuestas a tolerar esta experiencia liberal que estaba contagiándose a otros lugares de Europa, en plena época de la Restauración, y la actitud contraria de Fernando VII, que conspiraba para derribar el sistema constitucional.

Paralelamente a la llegada al Gobierno de los liberales resucitó el movimiento juntero. Frente al liberalismo institucional se desarrolla otro de base más popular. Este hecho fue determinante para que en el seno del liberalismo se fueran formando dos grandes tendencias que, con el tiempo, serían las dominantes en el liberalismo durante gran parte del siglo XIX.

Los liberales moderados pretendían establecer un compromiso con los antiguos grupos dominantes, y con el monarca para asentar un programa mínimo de reformas. Eran partidarios del bicameralismo, con un Senado aristocrático para frenar el posible radicalismo de una sola cámara, del sufragio censitario, de fortalecer el poder ejecutivo del rey y de controlar a la prensa.

Por su parte, los liberales exaltados pretendían el regreso pleno a la Constitución de 1812, con un programa más ambicioso de reformas, en una línea más popular. Defendían la existencia de una sola cámara, como establecía la Constitución de Cádiz, y no eran partidarios de fortalecer el poder del rey. Por fin, defendían la existencia de la Milicia Nacional.